Paul Meyerheim
(Berlín, 1842 – 1915)
The Jealous Lioness, 1885 – 1890
Städel Museum, Fráncfort, Alemania
El número
Ingrid llegó a nosotros casi como una herencia, o acaso un impuesto a la herencia: su padre nos vendió el circo –ella era apenas una púber– y cuando años después el hombre con su mujer murieron en un accidente, la pobre Ingrid solo atinó a averiguar por dónde andábamos y allá fue, a buscar algo que reemplazara a la familia que ya no tenía.
Marcia, que fue contorsionista, trapecista, equilibrista y varias disciplinas más hasta que la artrosis acabó con su carrera, se hizo cargo de ella. La entonces poco más que adolescente Ingrid cubrió pequeños papeles en la pista, pero hay que decirlo: no daba para nada. Hasta que Salvador cayó en cama con hepatitis y fue ella la que se hizo cargo de los leones.
A poco de ocupar ese lugar todos notamos cómo atendía a Atenzio, que ya era un macho adulto de aspecto fiero pero muy dispuesto al manoseo, a la vez que acicateaba a Diana, la agresiva y celosa joven hembra. Ingrid le pasaba la fusta por la entrepierna a Atenzio, que extasiado se refregaba contra las rejas, y Diana rugía y tiraba zarpazos al aire.
Salvador, que sabía del tema y también que su hepatitis era en realidad una cirrosis que se lo estaba llevando, vio antes que todos el espectáculo, pero no lo comentó. Veníamos de varias semanas fallidas, de poco público y magras recaudaciones, y ver la tribuna vacía nos desanimaba e incluso nos desconcentraba a la hora de actuar
Ingrid a la vez que perfeccionaba su número a escondidas, iba convenciendo a Salvador (algunos sospechaban que ella no solo lo atendía a Atenzio, nunca creí eso). Cuando estuvo segura de poder manejarlo lanzó la propuesta. Todos sabían –ella más que nadie– que no habría podido estar en el mismo recinto con ambos felinos, tal como hacía Salvador, el temerario capitán Salvador, según se hacía anunciar, y mucho menos hacerles cumplir la rutina para la que habían sido amaestrados. Pero la escena de un león excitado por una mujer y la hembra furiosa revoleando zarpazos de celos tocaría fibras a las que el Grand Continental Circus nunca había llegado.
Allí comenzó una temporada de crecientes éxitos. Vimos aparecer en la platea a gente que nos resultaba extraña, gente de aspecto distante del que estábamos habituados a ver, con algo en común: eran de otra clase. Más aún: cuando terminaba el número de Ingrid, que iniciaba la segunda parte del espectáculo, se iban.
Y entonces sucedió algo que torció el rumbo. Salvador empeoró y hubo que internarlo. Cuando se lo llevaron comprendimos que no volveríamos a verlo. Ingrid, sabedora de que su número había enderezado la suerte económica de todos, se sintió dueña de la situación y puso sus condiciones. Exigió que vendiéramos a Diana y dejáramos solo a Atenzio.
En una rápida sucesión, lo que siguió fue la venta de la leona, la adquisición de una tienda que cubría la jaula de Atenzio y a la que entraba solo Ingrid, algunas semanas en que no actuaron… hasta que presentó el número mayor. No he sido nunca un mojigato, pero me pareció demasiado. No así al dueño.
Sabrán disculparme, pero hace mucho que me alejé del circo, tengo una familia e hijas de más o menos la edad que tenía Ingrid cuando se acercó a nosotros, y prefiero no seguir recordando aquello.