SALA 2 - TRENES
4.40
Una nota sostenida y prolongada lo despierta.
Abre los ojos y ve solo la oscuridad. Todavía no sale del sueño en el que alguien está afinando el piano de la casa, jamás tocado por nadie.
Mira la hora. Las 4.40.
Quizás ha visto mal. Los pianos se afinan a 4.40, según le han dicho, y debe de haber mezclado la visión del reloj con lo que estaba soñando. Pero mira otra vez y confirma la hora.
La nota vuelve a sonar, como una trompeta. Es la bocina de un tren que está pasando por el ramal contiguo al barrio. Un carguero de las canteras, piensa mientras escucha el ruido moroso de la mole al desplazarse. Por esa vía no corren expresos que viajen a ciudades lejanas. Apenas un tranvía que recorre algunas decenas de kilómetros por las sierras y que va y viene apenas ocupado cuando hay turistas.
Son los amores los que van y vienen, vienen y van, le dice una voz mientras se hunde otra vez en el sueño
Los amores y la gente son como trenes presurosos que cumplen un tiempo previsto –le explica esa misma voz, mientras se despliega un mapa con una retícula inacabable de vías que se cruzan y forman ángulos imposibles–. Este plano se dibuja sobre los pliegues de la noche y cuando el día lo ilumina se borra, y así los mortales creen que pueden vivir sin él –agrega la voz que ahora le parece la suya propia.
Vuelve a sonar esa nota quejumbrosa. Cree identificarla, pero es la música de un acordeón lejano que lo acuna y arrulla.
Y no recuerda nada más.
Jean Marchand
(Paris, 1883-1940)
Caminos de hierro en Rusia, 1911
Musée d’Art Moderne de Paris
https://www.navigart.fr/mamparis/artwork/jean-marchand-chemins-de-fer-en-russie-180000000001247?page=97&filters=tree_domain_all%3APeinture
El camino de la estación
Allá íbamos, sigilosos, casi furtivos. Un largo camino que hacíamos a veces en silencio, otras riéndonos de cualquier cosa. Por entonces no había a nuestro alcance aventura…
Trébol
Éramos tres hermanos. Un trébol, decía el padrino, porque siempre andábamos juntos y vestidos igual. Y tenía razón: nos unía la orfandad y la pobreza, y la ropa hecha…
Marvel
Marvel se arrojó a la turbulenta corriente del Barroso desbordado. Desapareció y nunca se recuperó su cuerpo. Fue la última vez que estuvo tan crecido el arroyo…
Tarragona
Hay poca gente en la estación de Tarragona. Llevo un largo rato sentado en un banco a la espera de mi tren a Castellón. En el andén una pareja aguarda junto al Talgo…
Apuntes de viaje
Ese tren que acaba de partir es el Rayo de Sol, y me lleva a Buenos Aires en el primer viaje importante en mis siete años de vida.
Habíamos cenado más tarde de lo habitual, como para que la espera se hiciera más corta. Luego estuve hojeando una revista que me habían comprado, tal vez suponiendo que debían darme un entretenimiento para mantenerme despierto hasta la medianoche. Pero nada necesitaba para eso: la excitación por el viaje no solo me impedía dormir sino hasta leer, y pasé las horas de sobremesa y espera armando una maqueta que traía la revista en su página central. Péguese la doble página sobre cartulina resistente y recórtense las figuras con mucho cuidado, decían las instrucciones. Hice la tarea con una concentración puramente mecánica, esmerándome en que la tijera recorriera las líneas de puntos, pegando las partes procurando no manchar con la goma de pegar… No era el interés por el producto final, sino el esmero de alguien que busca aflojar la tensión concentrándose en otra cosa.
Poco después de las once mi padre subió los bultos al viejo Ford y partimos a la estación.
Lo que siguió fueron los ritos de siempre: se empezaba por preguntar en la sala del telégrafo si venía a horario, y una vez corroborado el dato había que asomarse y escrutar al fondo, donde las vías se unen, hasta que alguien descubría un ínfimo punto luminoso en el horizonte. Quizás demorara largos minutos en llegar, pero ya la familia comenzaba a abrazarse y besarse precipitadamente, y todos se alteraban.
La luz, aunque intensa y potente, tiene una palidez que confunde. Mi madre arrecia con las recomendaciones, mientras va desde su lugar en el banco hasta el borde del andén, observa y vuelve. Ya ha averiguado adónde se detendrá el vagón que nos toca, y ante la inminencia del arribo su mano aprieta la mía.
Ahí está. Ha llegado estruendoso y apenas se ha detenido, entre resoplidos, como para darles tiempo a los pocos pasajeros a subir.
¡No alcanza a parar que ya arranca! —ha dicho mi madre, mientras sube llevándome aferrado con una mano, a la vez que con la otra sostiene un bolso. Mi padre, que sólo ha ido a despedirnos, arrastra dos enormes valijas que acomodará en el vagón, y apenas tendrá tiempo de bajar porque la cadena de anuncios ya ha sonado entera: primero el tañido de la campana, luego el pitazo del jefe de estación e inmediatamente el silbato de la máquina indicando que se pone en movimiento.
El tren me provocaba una mezcla de miedo y fascinación. Mi abuela me recomendaba que no me acercara. Te puede chupar, decía. De grande comprendí por qué: el andén era techado y apenas tenía unos cuatro metros entre las vías y las paredes de los depósitos y las boleterías, y se transformaba en una especie de pasillo si el tren estaba estacionado; cuando este tomaba velocidad daba una sensación de vértigo, como la de estar en una habitación con una pared que se desplaza haciendo ruido. Pero también me gustaban esas siestas en las que íbamos a buscar o despedir a algún familiar. Viajaban muchos soldados, que trepaban al vagón cuando el convoy ya estaba en movimiento y se quedaban parados con un pie en un escalón y el otro en el inmediato superior, la rodilla doblada y el antebrazo apoyado en ella, birrete en mano, mirando lejos. No iban a ninguna guerra, ni siquiera tenían porte de héroes, pero yo les envidiaba esa suerte de irse, de poder subir a un vehículo que era capaz en pocos segundos de cambiar el horizonte.
Pero ese es El Serrano, tren diurno, y yo he partido en el nocturno, el Rayo de Sol, que ha pasado a horario por Bell Ville, a las 23.45.
El recuerdo tan nítido de mi partida sigue con imágenes del vagón: registra los perfiles de los asientos, mi madre moviendo los respaldares, y un olor mezcla de cuero y manzanas. Luego aparecen algunas escenas de madrugada en el playón desértico y mal iluminado de la estación de Rosario, y de allí salta a la mañana siguiente, ya en Buenos Aires.
(textos de El modo exacto de estar en el mundo, 2014)
Claude Monet
(Francia, 1840 – 1926)
La estación Saint-Lazare, llegada de un tren, 1877
Fogg Art Museum, Harvard, EEUU
https://es.wikipedia.org/wiki/La_estaci%C3%B3n_Saint-Lazare_(Monet)
Paul Delvaux
(Bélgica, 1897 – 1994)
La Gare forestière, 1960
Museum Paul Delvaux, Koksijde, Bélgica
https://www.flemishmastersinsitu.com/es/locaties/paul-delvaux-museum-koksijde
Paul Delvaux
(Bélgica, 1897 – 1994)
Tren nocturno, 1957
KMSKA (Museo Real de Bellas Artes de Amberes), Bélgica
https://stephenrobertcarruthers.substack.com/p/paul-delvaux-trains-trams-and-stations
Sándor Bortnyik
(Hungría, 1893–1976)
Train Leaving Tunnel, 1918-1919
Yale University Art Gallery, EEUU
https://artgallery.yale.edu/collections/objects/34216
John French Sloan
(EEUU, 1871 – 1951)
Six o´clock, winter, 1912
The Phillips Collection, Washington
https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Sloan_sixoclock,winter1912.jpg#filelinks
Jeffrey Smart
(Australia, 1921 – Italia, 2013)
Keswick siding, 1945
Art Gallery of New South Wales, Australia
https://www.artgallery.nsw.gov.au/collection/works/193.1982/
Hanno Karlhuber
(Dresden, 1946 – Viena, 2022)
The signal, 1995
S/d de ubicación
https://commons.wikimedia.org/wiki/Category:Hanno_Karlhuber