Nigel Van Wieck
(Inglaterra, 1947)
Paisaje americano, s/d
El camino de la estación
Allá íbamos, sigilosos, casi furtivos. Un largo camino que hacíamos a veces en silencio, otras riéndonos de cualquier cosa. Por entonces no había a nuestro alcance aventura mejor. Lo demás era fantasía.
Cuando llegamos la estación estaba a media luz, con unos pocos faroles encendidos. Esperábamos encontrar aquello vacío, como siempre. Contadas veces vimos subir o bajar pasajeros, y a nadie se le ocurría andar por allí a medianoche. Pero esa vez alcanzamos a distinguir que había una pareja en la punta del andén.
No supimos si salir a recorrerlo como hacíamos siempre o mantenernos distantes. Desde donde estábamos no veíamos en detalle, pero destacaban la camisa blanca y los anteojos oscuros del tipo y algo de la vestimenta roja de ella, semioculta tras él.
De pronto la mujer avanzó unos pasos y se puso bajo la luz de un farol. Se levantó un refulgente vestido rojo y lo sostuvo con el mentón contra el pecho. Quedó entonces a la vista su cuerpo blanco, maduro pero perfecto, y la breve bombacha negra remarcándolo. Se acomodó las medias y las aseguró al portaligas. Con esos movimientos destellaba su pelo rubio. Al fondo, bien al fondo donde está la curva, distinguimos el resplandor. El Lucero entraría pitando a la estación. Veríamos tras las ventanillas gente durmiendo, rostros cansados, gestos de hastío o fastidio… Lo que nos convocaba para escaparle a la rutina.
Y ahí ese instante fugaz e incierto: la mujer que se vuelve hacia él para decirle algo, su figura que queda dirigida hacia donde estamos nosotros y la luz del farol que ilumina su rostro. Entonces entra en juego la asociación de esa imagen con otra, o acaso una idea o lo que fuera, y la inmediata conexión y la conclusión de que vimos a alguien que nunca hubiéramos querido descubrir allí.
Ninguno dijo nada, uno porque no tenía qué, el otro porque no sabía cómo. El Lucero entró a marcha bastante rápida, como si no fuera a frenar. Su reflector iluminó a la pareja que se había abrazado, ella colgada del cuello de él, que la tenía agarrada de los glúteos.
En el exacto momento en que el tipo de anteojos oscuros trepaba al tren, sin mediar palabras dimos la vuelta y enfilamos hacia la salida.
Callados cruzamos el playón, acompañados por el ruido de nuestros pasos sobre la grava. Cuando llegamos a la placita desde donde arranca la avenida por la que patearíamos el largo regreso, vimos pasar el auto con ella al volante.
Habíamos acordado que esa noche me quedaría a dormir en su casa. Imaginé lo que sucedería. Entraríamos despacio. Escucharíamos el ronquido de su padre y una voz que reclamaba por no haber avisado que salíamos, la voz de su madre asomada a la puerta de la cocina, todavía con el vestido rojo.