Enrique Sobisch
(San Rafael, 1929 – Madrid, 1989)
Dawn, 1989.
Colección particular

La revelación

Era media tarde cuando Fragozzi alzó las provisiones para el viejo y arrancó hacia la montaña. Como siempre, tomó la ruta pavimentada y desvió por el camino de tierra que trepa el cerro hasta llegar al casco abandonado: la casa cada vez más derruida, con la puerta clausurada por tablones y las ventanas tapiadas, y a un costado el galpón ya sin techo ni portón. Dejó el auto bajo una morera y caminó hasta el playón donde yacían inservibles dos tractores, una rural despintada y algunos aperos. Allí junto al fuego, que el viejo encendía lejos de la casilla en la que dormía, lo encontró fumando un armado.
Bajó las cajas llenas y los bidones con agua, y se sentó en un banquito destartalado. El viejo reseñó lo sucedido en la semana, cómo había estado el tiempo y pocas cosas más, hasta que dijo algo que rompió la rutina de esas visitas y lo dejó perplejo.
No quiero morirme sin haberle contado a alguien lo que una vez me pasó, disparó cuando se acallaron los gritos lejanos de algún animal asustado. Fragozzi no necesitó volver la vista. Ahí estaría el perfil aguileño del viejo, que hacía varios años había cruzado los ochenta. Era lo que puede ser quien ha traspuesto ese borde: aun con poco, ya se ha llegado a acumular historias, situaciones, algunas destrezas, una que otra idea… lo que algunos llaman conocimiento o, incluso, sabiduría. Era eso y poco más, por lo que Fragozzi no necesitó mirar ese rostro gastado y buscar su mirada crepuscular.
El viejo puso unas cucharadas de café en el tarro donde calentaba el agua y agregó unos troncos no muy gruesos al fogón. Después sacudió un par de jarros recién enjuagados y se sentó. Ya no me quedan amigos –dijo–, los pocos que tenía fueron partiendo de a poco. Se quedó callado, como evocándolos, y agregó que para contar algo, mejor hacerlo a quien no va a opinar y si acaso lo hiciera su palabra ya de poco valdría. Por eso sería Fragozzi el destinatario de su confidencia.
Tras esa breve introducción el viejo arrancó a hablar, tranquilo pero sin pausa, como aquel que conoce su discurso, con la vista que iba y volvía del fuego al horizonte. Contó aquello que le pesaba, y a Fragozzi le pareció que razón tenía en sentirlo así. Nunca se preguntó cómo habría sido el viejo cuando joven, ni tampoco él daba muchos indicios de su vida de entonces, pero tampoco lo hubiera imaginado como parte de la tenebrosa historia que con mucha frialdad le contó.
Estaba en lo cierto: no escucharía ninguna opinión de su parte, sobre todo porque si bien el viejo se sentiría mejor por haber soltado lo que le angustiaba, a él le invadió la decepción.
Guardaron silencio por un largo rato, hasta que cuando el sol empezaba a caer, Fragozzi anunció que tenía tareas pendientes y que debía irse. Faltaba un rato para que oscureciera y otras veces se había quedado hasta muy tarde, pero el viejo le había revelado quién era, y él sentía que empezaba a desagradarle su compañía.
Subió al coche y a marcha lenta tomó el camino de salida, sabiendo que no volvería a andar por allí.
Un perro toreó a su paso. Fragozzi recordó que el viejo sostenía que el ladrido omnipresente de los perros en pueblos y ciudades era la advertencia de la naturaleza para recordarnos la existencia del lobo.

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