Antonio Berni
(Rosario, 1915 – Buenos Aires, 1981)
La siesta, 1943
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

La hora de las iguanas

Ah, la siesta… Ese maravilloso espacio del día en el que no necesitamos de nadie y poco nos importa si alguien desespera por nosotros.
Sublime situación en la que como quiera que caiga el cuerpo se dará maña para dejarse apagar sin fastidios mentales.
Hasta causa gracia recordar esos tensos momentos cuando vanamente los mayores intentaban que los menores durmiéramos tal como ellos. ¡Cómo pretender privarnos de ese momento de sublime libertad! Curiosear, toquetearse, fumar, o simplemente, fugarse. Transgresión a pleno en una edad represiva.
Luego vienen años en que esas horas no cuentan para el descanso ni para el regocijo. No hay límites precisos para esa época de la vida: en esto, a cada uno según sus posibilidades (que no sus necesidades).
Finalmente, más tarde o más temprano, llega el día en que a la hora de más calor, cuando el dormitorio todavía se mantiene fresco, uno se descubre puteando a esos pendejos que no dejan dormir. Y todo para que al despertar vuelvan las preocupaciones con las que se acostó, las complicaciones que le esperan y todo eso que da la conciencia, ese fatigoso estado entre siesta y siesta.

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