Karl Briulov
(San Petersburgo, 1799 – Italia, 1852)
El último día de Pompeya, 1827-1833
Museo Estatal Ruso de San Petersburgo, Rusia
Insomnio
Era la madrugada cuando, fastidiado por el desvelo, encendió el televisor con la esperanza de que le diera sueño. Pasaban un documental sobre las excavaciones en Pompeya, en particular sobre los calcos, moldes de yeso obtenidos rellenando los espacios vacíos que los cuerpos habían ocupado, con lo que lograron reproducir las figuras humanas tal como estaban en el momento justo en que el gas hirviente que generó la erupción del Vesubio los había volatilizado. Con eso también desaparecieron las posibilidades de dormir, porque el tema le interesó.
Esas efigies de gente sorprendida en actos cotidianos, en posiciones desprevenidas o alertadas de lo que sucedía, por sí solas no representaban nada, carecían de la belleza armónica o de la perfección técnica de las esculturas, pero, aun estáticas como éstas, tenían algo más: uno podía imaginar situaciones. Una madre acostada con su criatura sentada a horcajadas en su vientre, dos amantes abrazados, alguien que intentaba cubrirse, otro sentado tomándose la cara….
Se levantó y fue a la cocina a prepararse un café. Todavía no había aclarado, pero ya no podría dormir. Lo que acababa de ver le hizo pensar que los hechos históricos importan por lo que fueron, pero mucho más por lo que cada uno toma y elabora de ellos. Quien inventó esa forma de rehacer lo que ya no estaba, logró mucho más que dejar esos testimonios: consiguió que quienes los vieron hayan podido trasladarse a aquel lugar y época e imaginado distintas situaciones. Tal vez esa sea su importancia, incluso su mejor destino –se dijo–: generar la idea que cada uno prefiera sobre lo que fue la vida de esa villa romana. Y que igual que los calcos, eso vale también para diversas manifestaciones del arte: pinturas, películas, libros, canciones… e incluso sus personajes, con los que uno ha dialogado y que son, sino amigos, compañeros fieles. Se puso a recordar algunos.
Holden Caufield, Ratso Rizzo, Sandokán, el profesor Sinigaglia que hacía Mastroianni en I Compagni, Cipriano Armenteros, los fusilados de Goya, el manco Arana, Catalina…
Abrió la ventana y en voz alta comenzó a llamarlos.
–¿Alguno de ustedes me está escuchando?
Nadie, ni siquiera el ladrido de un perro le respondió. El silencio era total.
Miró el horizonte que empezaba a dibujarse con el amanecer. Recto, sin un solo quiebre. No hay volcanes en la llanura. Pero igual pensó que poco se sabe de lo que sucede en las entrañas del planeta y que nadie podía negar la posibilidad de que en ese mismo momento se abriera un profundo cráter y una mar de lava acabara con su aburrido pueblo.
Le preocupó pensar que en siglos venideros alguien rellenara el espacio hueco que dejó su figura y él quedara para siempre en esa actitud: la del que no tiene quien lo escuche.