Ann Nooney
(New York, 1900 – 1964)
Hora de cierre, 1935-43
The Metropolitan Museum Art, New York

La sangre

Bellotti el viejo murió un día cualquiera, sin nada que lo anunciara ni nadie que se asombrara, aunque algunos ya decían que parecía demostrar poco interés en seguir viviendo. El barrio se iniciaba cuando puso la fiambrería, y con ella mantuvo a la familia: su mujer; un hijo al que llamaban el Colo, que un buen día salió y nunca volvió; y el otro, varios años menor, conocido como Bellotti el chico, que no se daba con nadie y parecía siempre como ausente.
A la hora de la cena Bellotti el viejo ponía la mesa para cuatro, como si cualquier noche el Colo pudiera entrar y ocupar su lugar. Él alternaba cada bocado con gruesas blasfemias; la esposa le reprochaba y no comía, y Belloti el chico callaba, mientras pensaba en cómo hacer una vida lejos del recuerdo del hermano que lo trataba como a un niño, de un padre amargado y de esa madre que siempre estaba ida y que una tarde se cayó bajo las ruedas de un ómnibus. Se murió de tristeza por tanto esperar la vuelta del Colo, comentaban los vecinos. Y Bellotti el viejo la siguió al poco tiempo, tras una complicación de la diabetes que jamás se trató.
Bellotti el chico se pasó un largo tiempo encerrado. Muchacho solo y reservado, de pocas salidas, como no fuera a comprar un cartón de cigarrillos y una botella de ginebra, a nadie le extrañó no verlo. Estuvo revolviendo papeles, averiguando, enterándose. Así supo que el hermano, al que suponía fugado de la casa, era estudiante de historia e integraba la lista de secuestrados y desaparecidos por la dictadura.
Un lunes abrió la fiambrería, vestido con el delantal blanco del padre, que le quedaba grande, y atendió a la clientela que concurrió al lugar como si nada hubiera ocurrido. El viejo era de corto hablar y él parecía igual, así que la gente pedía, pagaba y se iba sin mucho diálogo. Ponía la radio en la emisora de siempre, estropajeaba el piso todas las mañanas – como hacía el viejo– y fumaba varios cigarrillos, al igual que toda la familia. Y al anochecer, justo antes de cerrar, salía a la puerta y se quedaba mirando hacia el fondo de la calle, igual que Bellotti el viejo, que guardó siempre las palabras del hijo, que le dijo que volvería para la cena.
Belloti el chico se sentaba a comer y durante un corto tiempo puso otro plato en la mesa, hasta que no lo hizo más. Pero todas las noches, antes de acostarse, dejaba la ventanita del baño sin la traba, porque por ahí entraba su hermano cuando se olvidaba la llave.

Scroll al inicio