Aleksandr Deyneka
(Rusia, 1899 – 1969)
Decisión difícil, 1966
Galería Estatal de Pintura, Kursk, Rusia
Gladiolos y gladiadores
Ya no se ven gladiolos en los jardines.
Esa vara elegante de colores vivos acompañó mi paisaje pueblerino durante algunas semanas a lo largo de varios años.
Nadie los cultivaba: al llegar la primavera aparecía la vara cargada de pimpollos y en pocos días pintaba el patio de rojo, rosa, anaranjado, blanco, amarillo, violeta… A veces cortaban algunas y las demás se mantenían un tiempo hasta languidecer; luego la planta desaparecía y era olvidada hasta el año próximo, cuando los bulbos que estaban enterrados despertaban y reiniciaban el ciclo.
Por aquella lejana época floral, la revista deportiva que compraba mi padre tenía una doble página dedicada al turf y allí aparecía un caballo con ese nombre. Gladiolo, a secas. Todas las semanas yo, un ignorante del tema, buscaba cómo le había ido al que se había convertido en mi favorito por el solo hecho de llamarse así.
No es fácil entender por qué algunas palabras dejan huella sin motivo aparente. Esta deriva del nombre del género, Gladiolus –atribuido a Plinio el Viejo–, el diminutivo de “gladius”, la espada de los romanos, por la forma parecida de esta con las hojas.
Eso es razonable, pero algunas fuentes afirman que también se refiere al hecho de que en la época de los romanos se entregaban gladiolos a los gladiadores triunfadores (huelga decir que la raíz etimológica de ambas palabras es la misma), y por ello era considerado un símbolo de victoria y fuerza.
No deja de asombrarme, porque las varas que se cortaban en mi casa iban a parar a la tumba de algún pariente y, además, los floreros de los cementerios rebozaban de gladiolos.

