Thomas Cole
(Inglaterra, 1801 – EEUU, 1848)
Expulsión del jardín del Edén, 1828
Museum of Fine Arts, Boston, EEUU

El jabón que lava más blanco

Era una escuela pública, en una época que parecía menos conflictiva, donde casi todos nos conocíamos desde pequeños y las semanas discurrían sin mayores novedades. Hasta que un anuncio alteró la rutina: comenzaríamos a tener media hora de religión una vez por semana, actividad que consideramos sería una especie de recreo similar a la clase de música o la de manualidades.
Apareció un cura, con una sotana corta para su estatura y pantalones que no le cubrían los tobillos, lo que le daba un aspecto poco serio. Desde su primera clase trajo unas láminas ilustrativas del tema que trataría, las colgaba del pizarrón y comenzaba a hablar. En rigor, a adoctrinar. Tenía este adiestrador cierta predilección por la dicotomía como forma de exposición, porque las ilustraciones mostraban siempre dos escenarios antagónicos, separados por una línea en diagonal quebrada como un rayo, de un lado uno ameno, bucólico, acogedor; del otro, lo opuesto: árido, agresivo, decididamente inhóspito. Las imágenes del edén, por el que transitaban seres en éxtasis celestial, contrastaban con las del infierno, en el que se veía fuego e individuos que cuanto menos parecían pasar calor.
Esto sucedió hace mucho tiempo. El mundo cambió, la educación también (no mejoró sus resultados, bueno es decirlo) y supongo que la enseñanza religiosa habrá modernizado sus métodos. O al menos, el material didáctico.
Un día el citado cura entró al aula con un bajo nivel de tolerancia, o su sistema dicotómico no rindió el resultado esperado, lo cierto es que en un momento la desatención de la audiencia comenzó a manifestarse con una vocinglería incontrolable. Y entonces el susodicho detuvo la perorata y expuso su apuesta mayor, el desafío evangelizador, el apotegma que podría llevarlo al santoral (todos queremos ganar un trofeo).
–O me atienden o me voy –dijo el predicador.
–Y váyase… –respondió, espontáneo, ajeno a cualquier doctrina o ideología, el gordito Berutti, un burlador anónimo, distante de alguna posible reivindicación que nadie habría podido imaginar a esa candorosa edad.
El cura alzó sus láminas divididas por el rayo divino, cósmico o incluso misterioso como el del gran Carlos Gardel, y se fue. Y nunca más apareció ni volvimos a tener esas clases.
Muchos lustros después me encontré con Berutti –que por cierto no se llama así pero como los humanos somos raros mejor mantener su anonimato–, convertido en mecánico, al que reconocí primero por el apellido y la voz aflautada, y al rato por una figura que algo guardaba de la del niño travieso de otrora. Me alegré de reencontrar a quien fue el primer iconoclasta viviente que conocí.
Le comenté con lujo de detalles el hecho y cuánto me había impresionado. Con las manos engrasadas me miró impávido y dijo que no lo recordaba. Mencionamos a compañeros de entonces, maestras y demás, pero siguió firme en su laguna.
Me pregunté qué podría haber sucedido después de su actuación de aquella vez y barajé posibilidades, empezando por una correctiva paliza en su casa –si acaso se enteraron–, pasando por algún arrepentimiento, posterior arrebato místico o quién sabe qué más… y concluí que para ciertas cosas nada mejor que un fregado con el jabón que lava más blanco: el olvido.
Quienes suelen decir que la memoria es selectiva, deberían saber que también puede ser acomodaticia.

Scroll al inicio