Lino Enea Spilimbergo
(Buenos Aires, 1896 – Unquillo, 1964)
Paisaje de San Juan, 1924
Pinacoteca del Banco de la Nación Argentina, Buenos Aires
Esa calle
Una vez fue el pedido de que nos acercáramos a esa calle, donde alguien vendía una moto antigua que le interesaba; antes había sido la propuesta de caminar por la avenida de los plátanos, dorados por el otoño, que justo hace esquina con la calle; después la sugerencia de darse una vuelta por la cascada que hacía mucho que no visitaba, y a la que se iba pasando por allí… y otras que podríamos enumerar. Nos llevó tiempo darnos cuenta de que cada vez que Landoni venía de visita se ingeniaba para que alguno de nosotros lo acompañara a esa calle, la calle corta, como le dicen los del barrio, dejando de lado el nombre oficial. Fue después, bastante después que Landoni tuviera la enfermedad fulminante que acabó con él en poco tiempo, cuando empezamos a preguntarnos por qué su fijación con esa calle. Hasta llegamos a caminarla en un sentido y otro, por ambas veredas, mirando con detenimiento casa por casa, los jardines, los sitios baldíos, hasta los árboles de la vereda. Concluimos que no había allí nada que tuviera alguna implicancia amorosa, económica o de lo que a tipos como Landoni pudiera llamar la atención, y con eso rotulamos lo de la calle corta como un misterio que resurgiría en algún encuentro flojo en temas de conversación.
Así fue, pasó el tiempo y esporádicamente mencionábamos el hecho, pero sucedió algo que cambió todo. El mozo del café que frecuentábamos enfermó y en su reemplazo apareció un hombre mayor, con experiencia en el oficio, al que no conocíamos. En cambio, él sí parecía saber de nosotros: nombres, profesiones, gustos de cada uno… información que supusimos le habría pasado el dueño, como para mantener la familiaridad con la clientela. Pese a ello, Menzi, tal su nombre, era muy discreto y nunca se inmiscuyó en ninguna charla. Hasta que hubo una vez.
Por casualidad alguien mencionó a Landoni, en el momento en que Menzi dejaba un pedido en la mesa. Se quedó como asombrado y tras pedir disculpas nos preguntó si nos referíamos a Landoni, el pintor. Le respondimos que nuestro amigo no era pintor y además había fallecido. Trabajaba en el banco, ya no vivía acá y murió hace unos años, amplió él. Ante nuestro asentimiento, se puso la bandeja bajo el brazo y habló.
–Mi hermana anduvo mucho tiempo con Landoni, hasta que quedó embarazada. Tuvo una hija, a la que no le permitió verla ni quiso tampoco saber más nada con él. Por eso se fue Landoni de acá. Yo di una mano con la criatura, que vivió apenas un par de años y al poco tiempo también murió su madre, que nunca quiso contarme qué pasó entre ellos –dijo con voz grave el reemplazante.
Nadie hizo comentarios. Al contrario, lo miramos con gesto inquisidor. Él apuntó la mirada a las copas y pocillos vacíos y continuó.
–Como quiera que haya sido, creo que no era mal tipo. Me asombra que no sepan que Landoni pintaba. Más aún, cuando era joven yo tocaba la guitarra y él solía ir a escucharme. Tengo un par de dibujos que me hizo en una actuación, además de varias pinturas suyas.
¿También retratos?, pregunto alguien.
–No, paisajes. Todos de la calle corta, donde vivía mi hermana –respondió Menzi.
No nos alegró la respuesta. Entendimos que preferíamos ser dueños de un misterio sin resolver que de una certeza poco feliz. Uno nos hubiera hecho imaginar, la otra trajo solo fastidio y decepción. Y sin proponérnoslo no mencionamos más el episodio ni volvimos a hablar de Landoni.
Nunca los establecimos, pero somos rígidos con nuestros códigos.