Clyde J. Singer
(EEUU, 1908-1999)
East River, 1938
Colección particular
El certificador
–Esa niña regordeta que está de espaldas y mira el agua en vez del vapor se llamaba Julieta. El capitán nos saludaba con un toque de sirena y ella como si nada. El de chomba verde claro que está a su lado soy yo. Tenía allí 9 años, dos más que ella, hija de la rubia de rojo, una amiga de mi mamá, que es la que salió de espaldas. La otra no sé quién es y el viejo apoyado a la reja tampoco –dijo el hombre en un castellano fluido y con acento centroamericano.
Parecía andar por los ochenta y cuando los vio detenidos ante el cuadro se les había acercado y sin saludo ni palabras previas se había puesto a hablar.
–El marido de esa señora tomó una fotografía y ella, que de vez en cuando le daba por pintar, según dijo, hizo un cuadro al óleo y nos lo envió. Papá que era hábil lo enmarcó y quedó colgado en una pared de la sala junto a dos abanicos, algunas fotos y unos cuencos de cerámica que mi madre sacó cuando descubrió que el viejo y sus amigos, que se juntaban los viernes a jugar a las cartas ahí, apagaban los cigarrillos en ellos.
Él sonrió y como para no dejarlo hablando solo le siguió la corriente.
–No me diga que ese cuadro es el que estamos viendo ahora. Tiene la firma del autor, Singer, y tengo entendido que es un hombre, no una mujer.
El hombre miró a un lado y otro y tras convencerse de que estaban solos continuó en voz más baja.
–Es verdad, abajo dice Singer y un número. La gente cree que es el autor y el año en que se pintó. Yo les contaré la verdad –anunció, a la vez que echaba una mirada al cuadro–. Cuando enfermó mi padre, aunque yo era hijo único, mi madre vio que se pondrían difíciles las cosas para nosotros. Varios de la familia le sugirieron que empezara a coser, porque era habilidosa y como muchos le darían trabajo todo mejoraría. Papá murió antes de lo pensado y pronto ella tuvo que empezar a pedirle dinero a los hermanos para pagar el alquiler. Allí fue que siguió el consejo y se puso en la búsqueda de una máquina de coser usada, que entre varios de la familia le pagarían. Así anduvo mamá dando vueltas, buscando precio porque no eran baratas, y de vez en cuando la escuchaba hablar por teléfono por ofertas que le hacían. Una mañana ella fue al mercado y me encargó que atendiera si había alguna llamada y si era por la máquina debía tomar nota de lo que me dijeran. Estaba seguro de que no hablarían y me fui a la terraza, pero apenas subí escuché el ring del teléfono. Bajé de a tres los escalones y alcancé a atender. No entendí nada de lo que me dijeron, hasta que quien estaba del otro lado fue claro: se me acaban las monedas, dijo, y me recomendó que urgente tomara nota. Es una Singer 38, recalcó, y volvió a decirlo. Singer 38. La señora ya sabe quién soy. ¿Anotó? Fue lo último que se le escuchó, porque se cortó la comunicación. Yo me desesperé, porque no tenía ni tengo memoria auditiva y no había donde anotar. Entonces vi junto al teléfono un lápiz de tinta… ¿saben lo que es un lápiz de tinta?
La pareja lo miró asombrada y al unísono respondieron con un no.
Él sonrió y entrecerró los ojos. Luego volvió a mirar el cuadro y continuó.
–Si me parece que fue ayer… Es un lápiz que se moja con saliva y el trazo queda como tinta. Eso había, pero no papel. Entonces levanté la vista y estaba el cuadro que había hecho esa mujer, la madre de Julieta, y en la parte clara logré escribir, antes que me olvidara. Singer 38 –dijo el viejo señalando con el índice el escrito–. Tenía mejor letra que ahora.
Sacó un vaporizador con el que hizo dos o tres inhalaciones y anunció que les contaría sobre Julieta y cómo la vida los había acercado otra vez.
La pareja empezó a decirle que tal vez en otra ocasión, porque debían irse, pero aparecieron algunos individuos vestidos de blanco y uno de ellos que lo vio al viejo pronto estuvo a su lado y tomándolo del brazo con firmeza a grandes voces les anunció a los otros su hallazgo.
–Ya es hora de volver a casa, don Comesaña. Hay que dejar que esta gente siga disfrutando del museo –le dijo, en perfecto mexicano, y lo sentaron en una silla de ruedas.
El viejo le dirigió una mirada pícara a la pareja y le guiñó un ojo a la mujer, que les comentó a los de blanco que el hombre había sido muy amable y hasta les había explicado el origen de un cuadro.
Cuando salían del museo ella preguntó qué les depararía ahora el día, que ya había empezado con un delirante. Él calló y solo le mostró en el celular la foto de una Singer modelo 38 que estaba a la venta en una casa de antigüedades.

