Hay músicas callejeras que no se olvidan.
El anuncio del esperado paso del heladero, un ritmo de marcha en una sola nota ejecutada con una trompeta de juguete.
El silbido de Buñuelo, un desarrapado solitario que parecía dialogar con alguien a pura escala.
El barullo gangoso de las propaladoras irradiando lo peor de las canciones de antaño.
El sonido algo siniestro del erke con el que cada tantos meses un vendedor norteño anunciaba el paso de su carromato cargado de nueces, pasas, arrope y algunas artesanías.
Las bocinas de los autos, desde las disfónicas de los viejos hasta las que reproducían parte de melodías conocidas.
Y para el final, ahí lo veo venir pedaleando desde lo más remoto de mi memoria. Montado en su bicicleta adaptada, saca del bolsillo la flauta y vuelvo a escuchar lo que sigue sonando acá y en tantas partes: la música pentatónica del cuentapropismo ambulante.