Ricardo Carpani
(Buenos Aires, 1930 – 1997)
Cafetín de Buenos Aires, 1986
s/d
Sabihondos y suicidas
Abrió el atado de cigarrillos recién comprado y se sentó con el porrón helado a esperar la fugazza. Miró a su alrededor. La mitad de las mesas ocupadas, en su mayoría por gente sola. Una mujer con un extraño jopo murmurando algo en voz baja; los demás, todos hombres. Hombres con un bolsito, de vuelta o rumbo al trabajo. Sólo se escuchaban las voces de la única mesa compartida. Un viejo canoso bien vestido y su compañero, más joven y mal entrazado, que de a ratos susurraban y por momentos gritaban. “Esa teoría no tiene fundamento…”, “…una gran luz para todos…”, “podríamos citar a Tomás Alva Edison…”, escuchó Baez, dudando si la charla versaba sobre religión o electricidad. El cajero silbaba monótonamente “Organito de la tarde”, mientras un mozo con aspecto de pájaro pasaba la rejilla sobre la mesada como un autómata. Los que fumaban miraban su cenicero abulonado a la mesa, los demás tenían la vista fija en el suelo pringoso. El cajón naranja del teléfono ostentaba el cartelito de “no funciona”. Cuánta soledad, se dijo Baez, e inició la travesía por el largo pasillo a vaciar la vejiga.
Orinó espiando de reojo a su vecino de micción, que lo hacía mirando hacia arriba en sufriente gesto, como buscando signos en los inexpresivos azulejos blancos, que Baez dudó en atribuir a alguna causa mística o a simples problemas urinarios. Cuando el tipo dejó el baño, se entretuvo en la lectura de los mensajes escritos en la puerta; proezas sexuales, medidas fálicas y opiniones políticas y de fútbol. Con la uña rayó en la pintura un 13, y tras contemplarlo agregó debajo la palabra “mierda”. Tomó luego un pedazo de un espejo roto que alguien había dejado sobre el tabique separador del cuartucho del inodoro y se contempló en él, y mirando las negras ojeras producidas por la mala noche, le dijo en voz baja al Baez del espejo: “En un par de días más puede cambiar tu vida”. O acabar, pensó después, mientras se probaba el filo del vidrio en las venas de la muñeca.
Leyó íntegro un diario olvidado en el mostrador. Nacionales, internacionales, policiales, espectáculos, edictos… hasta terminar resolviendo el crucigrama. Por cábala no consultó el horóscopo. Cuando levantó la vista del diario, todo era distinto. Afuera estaba oscuro y no quedaba ninguno de los parroquianos anteriores. El era el único solitario. En todas las mesas se hablaba o discutía con fervor y la actividad tras el mostrador era intensa. Pidió otra cerveza y dos porciones de la casa, y se preguntó qué haría esa noche. Fumó varios cigarrillos mientras escuchaba los retazos de conversación que entremezclados le llegaban. Luego tomó una servilleta y escribió.
Cuando se callan los ruidos de la noche
y apenas pasan coches por la avenida
sólo queda algún alma perdida
que toma ya sin ganas la última copa.
Han pasado los goles de Belgrano
con fuertes voces de fainá
Alguna mina de fierro que hoy ya no está
El candidato de turno
Un poeta taciturno
Dos chicas de caras raras
Tres pibes de zapatillas caras.
De “Blues de la Pizzería San Luis”
Qué va a haber en la Francia, 1993