Manuel Benedito Vives
(Valencia, 1875 – Madrid, 1963)
El chico de la gallina, 1913
Museo Carmen Thyssen Málaga

Ave enigmática

Ya no quedan gallineros. O para mejor decir, se va haciendo difícil ver una gallina como no sea en fotos o servida en una fuente. El mejoramiento genético le jugó una mala pasada a la especie Gallus gallus y en particular a la subespecie domesticus que es la que conocemos (= comemos): se redujo su tiempo de crecimiento, aumentó el rendimiento en carne, también la postura de huevos y las posibilidades de explotación. Eso significó un próspero negocio para los criadores y una expectativa de vida más corta para los plumíferos. Como consecuencia, se abarató notoriamente su precio y dejó de ser el plato codiciado de otrora –lo que hizo que los gallineros caseros devinieran en huerta, jardín o depósito de trastos– y se convirtió en un animal de poca exhibición.
Gallos, pollos y gallinas quedaron relegados a criaderos o al ámbito rural, donde se liberaron del alambre tejido y a la vez generaron aquella magnífica definición de campo, “ese lugar donde los pollos se pasean crudos” (erróneamente atribuida a Julio Cortázar).
Quien ha tenido la oportunidad de frecuentar un gallinero habrá notado la similitud entre ejemplares de la misma raza: en un grupo de batarazas, legorn o la que sea es difícil distinguir un indivíduo de otro. Uno puede ver seis gallinas juntas un día y al siguiente contar solo cinco, y nunca identificará a la faltante ni tampoco sabrá si la eliminó algún depredador, se la robaron o formó parte del reciente almuerzo. Están allí, comen, escarban, defecan, de vez en cuando ponen un huevo, desaparecen sin dejar rastros… Ciertamente, un ave extraña.
Por eso, y puesto a citar escritores, tal vez Umberto Eco sea quien mejor las definió: una gallina es el artificio que un huevo utiliza para producir otro huevo.

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