Clarence Holbrook Carter
(EE.UU., 1904–2000)
Milliken at the Century of Progress, Chicago. 1940
The Cleveland Museum of Art, EE.UU
Navidad sin cuento
El 50 entró al barrio, de casas bajas e iluminadas para la ocasión. Tras las ventanillas se veía estallar en el cielo la pirotecnia que con las horas arreciaría.
Nunca le agradó esa época del año. Cuando chico sus padres iban a misa y aunque todavía no había hecho la comunión debía acompañarlos. Sus hermanos, más grandes que él, se escapaban y merodeaban por el vecindario sabiendo que alguien los invitaría con algo dulce y, con suerte, hasta con una copa de sidra. En su casa nunca se celebraba la navidad, no como los demás. Se comía lo poco de siempre y a dormir. Tampoco regalos. La única alegría la tenía al acostarse: su madre se sentaba en la cama y le contaba un cuento, un largo cuento de navidad en el que había un hombre y un gato y del que nunca llegaba a conocer el final porque se quedaba dormido. Cuando comprendió cómo era el rito, comenzó a mentir (siempre que lo piensa se convence de que allí fue cuando aprendió a hacerlo). Un par de zapatos, les dijo a quienes le preguntaron que le habían regalado, pero aclaró que solo podía usarlos en ocasiones especiales; para otros años fueron un pijama, dinero… nada que hubiera que mostrar.
Eran tiempos difíciles, dijo en voz alta cuando comprobó que ya no quedaban pasajeros.
Pasó de largo su parada y siguió hasta el final del recorrido, donde se estacionaban los ómnibus y solían juntarse los conductores, a los que conocía. Llevaba un pan dulce y dos botellas de espumante para celebrar con ellos.
El lugar estaba desierto. Le preguntó al conductor por los demás.
–Hoy no hay nadie. Este es el último servicio, se reanuda a las cinco –dijo, y tras cerrar las puertas del coche se subió a una moto que lo esperaba–. Tómeselas con algún amigo, viejo –alcanzó a gritarle antes de partir.
Alzó el portafolios del trabajo y la bolsa con las vituallas navideñas. Echó a caminar por el playón, solitario ya, pensando en que cuando llegara a su casa se pondría el pijama, picaría algo y vería alguna película.
–¡Feliz nochebuena! –voceó su vecina desde la ventana– ¿Con quién la pasará?
–Tengo tantas invitaciones que para no generar rencores he decidido quedarme en casa –respondió, y de reojo le pareció ver el rostro de aquellos a quienes les contaba de los regalos navideños que aseguraba recibir.
La mujer dijo algo que él no escuchó, pero tampoco le importó. Antes le preocupaba que no le creyeran, ahora le daba igual.
Abrió la puerta, dejó las cosas sobre la mesa y cuando colgaba su sombrero del perchero, lo vio. Tras varios días de ausencia, ahí estaba su amigo, mirándolo silencioso desde el taburete junto a la mesada.
Cambió de plan. Puso las botellas en el congelador y entró a la ducha. Luego se vistió con el mejor traje y sirvió la mesa para dos: un plato con leche y una bandeja de fiambres y quesos, y descorchó un espumante.
El amigo terminó la leche y él dio cuenta de su comida y de la botella, a la vez que le hablaba de distintos temas. Se levantó para buscar la otra, pero notó que estaba mareado, bastante mareado y decidió recostarse en el sofá. La cabeza le daba vueltas y comenzó a ver mezcladas imágenes reales y presentes con otras que alguna vez lo fueron. El televisor, unos cuadros, el patio de la escuela, los discos de tango, su madre contándole aquel cuento del hombre que vivía solo con un gato, del que nunca escuchó el final…
Y se quedó dormido, con una mueca de satisfacción, junto al amigo que ya se había acomodado contra sus costillas y ronroneaba.