SALA 5 - DESAFÍOS C
Mundo de perdedores
La llovizna opaca aún más el pálido atardecer. Ya no se oyen ni siquiera las voces distantes y aisladas que un momento atrás rompían la monotonía. Los vidrios se empañan y desempañan según entra alguna ráfaga de aire frío que a la vez despeja un poco el humo del cigarro.
–Siempre hay alguien que muere. Por acá o por allá, más tarde o más temprano la parca se lleva a alguno. Dulce o cruelmente, hijo de puta o inocente… pérdida lamentable o final merecido, como suele decirse. Y no importa la identidad, ni la edad ni el sexo, ni que se haya muerto de cáncer, fusilado, en un choque o ahogado con un sándwich: la gente termina afirmando que es el destino… Un virus, un cable pelado, unos frenos que fallan, unas copas de más que caldean una discusión… A la hora de buscarle razones a la muerte todo pasa a ser parte del destino. Matamos con el odio, la indiferencia, la arrogancia, la ambición… y tantas cosas más. Entonces ¿qué puede asombrar una muerte más? Por otra parte esto no es cosa de todos los días.
El BMW está estacionado en un callejón que mira a la pista, no muy lejos del disco. A la derecha unas gradas de cemento cubren la visión de las boleterías; a la izquierda, guarecido bajo un alero, aguarda el chofer, supongo que atento a cualquier tipo de órdenes, por si yo no me comporto como su patrón espera. Este se lo ha dicho en una especie de advertencia que estaba dirigida a mí: “usted espere afuera hasta que lo llame, un ratito, nomás, porque acá el joven va a comprender rápido”.
Entonces el Jefe se quedó en el asiento delantero, levantó un poco las solapas de su sobretodo negro, se bajó hasta las orejas el sombrero de paño también negro y encendió el apestoso cigarro.
–Todos ganan. Con la competencia todos ganan.
Fijando la vista en el parabrisas se alcanza a percibir el reflejo de su figura, apenas el sombrero y los anteojos oscuros. Es imposible adivinar su estatura y su voz parece algo fingida, como para confundir aún más. Un adolescente vestido de pantalón y campera de jean pasa vareando a un alazán cubierto por una manta amarilla; el animal demuestra más curiosidad frente al auto que quien lo lleva de las riendas.
–La competencia enriquece a todos, muchacho. Algunos creen que el negocio está en proteger a los ganadores. Se equivocan. La repetición del triunfador hace decaer el interés de los participantes, y sobre todo del público. Este que usted sabe no lo quiere entender.
Eso dijo el Jefe cuando le pregunté el porqué de esa brutalidad. Entonces calló. Tampoco yo volví a hablar. Parecía que ambos meditábamos las palabras del otro, o estudiábamos los próximos movimientos, y en ese ajedrez los roles se invertían: él vestía de negro, pero había abierto la partida.
Los niños suelen abrochar una tira de cartón o celuloide a la horquilla de la bicicleta, de manera que cuando la rueda gira la tira va golpeando en los rayos y hace un ruido repetitivo y acompasado con la velocidad. Algo parecido comenzó a acompañar las palabras del Jefe, como si le diera envión a una rueda y la dejara girar hasta que se detuviera sola.
–No debería asombrarle. Al fin y al cabo a lo largo de la historia sobran los ejemplos que muestran que los segundos están para hacer caer al primero, o al menos para intentarlo. Hermanos menores que quieren desbancar a los mayores, príncipes que quieren ser reyes, vices que quieren ser presidentes… No me haga ir más lejos, pero hay una edad en que uno hasta quiere matar al padre para quedarse con la madre.
Yo, que hasta entonces había respondido con otras preguntas, inicié un largo discurso acerca de que la ambición por el poder era real, que todos deseaban avanzar y tener más y superar al adversario, pero no por eso era necesario matar al otro. Luego seguí intentando explicarle que me habían dicho que lo de matar al padre era de una fábula y otras cosas, más por los nervios que por convicción, creo, pero aun sin verle el rostro me di cuenta de que una sonrisa seguía mis palabras.
–No se esfuerce, joven. Siempre será así: el primero está para que lo odie el resto, para ser desbancado, para que en algún momento pierda y en algunos casos, como éste, sea eliminado. Así debe ser, para que haya interés en la competencia. Los gladiadores que ganaban salvaban su vida, es cierto, pero cuando se hacían reiteradas sus victorias, alguien buscaba la forma de que ese triunfador perdiera…
–¿Y por qué me cuenta todo esto a mí, que sólo sé montar? –me escuché decir, con el fondo del ruido producido por el Jefe, ahora mucho más acelerado.
–Porque usted es el que más veces ha salido segundo. Supongo que no querrá ser siempre el número dos, ¿verdad? Después, si le va bien, ya lo sabe: tendrá que regular sus triunfos. Nunca lo olvide: no nos gustan los triunfadores.
–No me estará sugiriendo que… –dije, con una voz ridícula.
–No entiendo bien su preocupación. En este ambiente nadie es amigo de nadie, y mucho menos del que ya sabe. Entonces su preocupación debería estar en el futuro. O cambia la situación o usted pasa al olvido… y no creo que ese sea su interés, ¿verdad? –dijo tras una breve pausa.
La sirena de un patrullero parecía acercarse y yo temí que él pensara que había delatado esa cita. Quise hablar pero justo tuvo un fuerte acceso de tos que culminó con un puñetazo sobre el asiento. Inmediatamente el rostro del chofer estuvo junto a la ventanilla de su lado, apuntándome con su mirada fría. Un gesto del Jefe lo hizo retirarse.
–¿Que debo hacer? –pregunto en un suspiro.
–Ya lo verá usted –me dice, mientras acompaña sus palabras con el ruido característico que sorpresivamente avanza hacia mí. Una mano huesuda, pálida y de uñas cuidadas, deposita en mi regazo el revólver, justo cuando el tambor termina de girar y se apaga el sonido. Luego, mientras me pasa una cajita con balas continúa–. Tiene tres carreras para ganar. Apuéstese fuerte que están garantizadas. Usted nos hace un favor, nosotros se lo retribuimos.
–Gracias –digo como en un reflejo, y mientras miro el arma apoyada entre mis piernas pregunto–, pero ¿cómo hago?
–Usted parece inteligente, ya lo imaginará. Además hay algo que le facilitará las cosas: el primero siempre da la espalda, por eso está condenado.
De Los pecados interiores, 2002
Édouard Manet
(París, 1832–1883)
The Races at Longchamp, 1866
School of the Art Institute of Chicago
https://www.artic.edu/artworks/81533/the-races-at-longchamp
Peter Howell
(Gales del Norte, 1932 – 2004)
Caballos y jinetes, s.d.
Cross Gate Galery, Lexington, EEUU
https://crossgategallery.com/art/4347905
Peter Howell
(Gales del Norte, 1932 – 2004)
Jumpers coming into line, s.d.
Colección particular
https://thesportingartauction.com/art/jumpers-coming-into-line-by-peter-howell
William Roberts
(Londres, 1895 – 1980)
Cantering to the Post, 1949
https://www.tate.org.uk/art/artworks/roberts-cantering-to-the-post-n06018
Edgar Degas
(París, 1834 – 1917)
Jockeys, 1882
Yale University Art Gallery, EEUU
https://arthive.com/es/edgardegas/works/5453~Jockeys
Alfred James Munnings
(Inglaterra, 1878-1959)
Una largada en Newmarket, 1937
Colección particular
https://www.christies.com/en/lot/lot-6246645