Edward Hopper
(EE.UU, 1882 – 1967)
New York Movies, 1939
Museum of Modern Art, New York
Corina
Se llamaba Corina y era la acomodadora del Splendid.
Cada uno tenía bien guardada su fantasía con ella, excepto algunas procacidades espontáneas pronunciadas en charlas de rutina, que no prosperaban y en cambio servían para cambiar de tema. Nadie quería que los demás se metieran en sus sueños con la acomodadora.
Nunca logramos saber quién era, dónde vivía, qué más hacía aparte de ubicar espectadores tardíos, porque cuando terminaba la función Corina ya se había ido, y si íbamos temprano para ver de dónde venía, ella había llegado antes.
Nos sentábamos siempre del lado en el que estaba su ubicación y la contemplábamos a escondidas de ella, pero incluso entre nosotros nos cuidábamos de que nos descubrieran mirándola y aunque no lo decíamos, a veces Corina nos atraía más que la película. En ocasiones mostraba una sonrisa, en otras tenía gestos de aflicción, aunque por lo común parecía ausente. También solía mover los labios como si estuviera hablando sola y una de esas veces alguien dijo que estaba rezando, a lo que los demás respondimos con una grosera carcajada que valió que nos sacaran de la sala.
Lo diré claramente: me conmovía, Corina me conmovía, y generaba en mí sentimientos desconocidos y sorprendentes que nunca compartí con nadie.
Cuando terminamos la secundaria casi todos nos fuimos a la capital, a estudiar en la universidad o tras algún trabajo. La distancia era grande y el costo de los viajes también, y eso significaba pasarse todo el año lejos de casa y retornar cuando llegaban las fiestas, quedarse dos o tres semanas para estar con la familia y reencontrarse con amigos e irse de nuevo. En el primero de esos retornos nos enteramos de que Corina había conseguido un trabajo afuera y se había ido de la villa. No fuimos al cine: era verano y había mejores entretenimientos, pero, además, sin Corina ya no era lo mismo.
Muchos años después, para un aniversario de nuestra graduación de la secundaria, volvimos a encontrarnos. Grandes ya, pasados de kilos y escasos de cabello unos cuantos, viviendo en sitios muy distantes, tan distantes como los pensamientos del ayer y del presente.
Cuando terminaba el festejo y tomábamos una última copa, empezamos a repasar anécdotas. Fueron apareciendo espontáneas, desordenadas, tergiversadas… Hasta que apareció ella.
¿Se acuerdan de Corina? –dijo alguno.
¡Corina! –repitieron varios, y sobrevino un largo silencio durante el que cada uno habrá escarbado en su memoria para reencontrarse con aquella ilusión precoz.
Yo guardé silencio y me abroquelé en el recuerdo del tiempo más hermoso de mi vida, en la capital, cuando era apenas un veinteañero y Corina que ya había pasado los treinta me dejó entrar en su mundo de películas. Duró poco más de un año, pero con ella aprendí que a veces, pero muy pocas veces, la realidad va de la mano con la fantasía.